Es a través de la escucha en el vientre materno que tenemos el primer contacto con el mundo, nuestro mundo, ya sea en la madre misma —su latir, su movimiento interno—, o el del afuera que nos espera y envuelve. La escucha revela mucho más que palabras, revela un mundo que suena y se dice de muchas maneras. Pero en el mundo no hay un orden sistematizado de sonidos; hay una confluencia a la cual le damos sentido, un sentido que no sólo proviene de la razón, sino de una asociación intuitiva a la vez simple y amplia. El sentido que logramos darle a este confluir no es mas que reconocimiento.
La confluencia del mundo que se hace sonar constituye un entorno, una complejidad que, más allá de confundir y desorientar, enriquece y estimula la comprensión —es grande la capacidad del ser humano de simultáneamente ubicar, desentrañar, distinguir y, en dado caso, encontrar significado en la información auditiva. El sentido que encontramos en la confluencia, este reconocernos en el ahí, es análogo al que encontramos en la confluencia íntima de nuestro mundo interior: el reconocimiento de complejos estados psíquicos en movimiento, que, en realidad, es el reconocimiento de uno mismo. Así tenemos que los mundos interno y externo se conjugan en un continuo fluir, donde el ver, sentir y escuchar, por ejemplo, pueden acontecer en cualquier parte, en cualquier ámbito de los cuales esa entidad interna-externa se conforma.
Lo físico de la realidad externa es lo físico de la interna; y en este sentido podemos pensar y acercarnos a una materia que, más que un objeto concreto y palpable, es una sensación.