domingo, 21 de diciembre de 2008

Geografía Musical

La dualidad espacio-tiempo no sólo es de vital importancia en la música, sino que presenta una relación distinta a la de la experiencia cotidiana extramusical. En pocas palabras, la sensación de espacio se manifiesta también de modo temporal en la música. La analogía entre un trabajo visual y uno musical radica en una traducción fascinante donde la dimensión espacial se temporaliza. Pero aunque éste es un tema de gran riqueza, lo que aquí me interesa es abordar uno derivado y más específico: la geografía en la música.

Es común (quizá demasiado común y demasiado corriente) vincular la música con aspectos culturales como el social. Y claro, por qué no, si la misma música es parte de esa cultura. Pero cuando la cultura se alimenta sólo de sí misma comienza a oler raro. Por eso, no debe extrañarnos que al pensar o hablar sobre la música de ciertos compositores destacados tengamos que recurrir no sólo a terminología extramusical, sino a referencias extraculturales. Albert Einstein decía que la música de Mozart se asemeja al universo. Por otro lado, quizá la música de Beethoven sea demasiado cultural, demasiado autoreferente en ocasiones.

Entonces, si el entorno cultural no lo es todo, ¿qué más hay, qué es capaz de permear el pensamiento creativo y, por consecuencia, el trabajo artístico? El entorno geográfico y sus peculiares manifestaciones de vida. Y aquí se nos cae el teatrito. No más autorreferencias, no más abstracciones, sino la simple percepción de las cosas y los fenómenos. Claro, es difícil tener geografía sin cultura, es difícil tener cualquier cosa sin cultura. Pero una cultura que se deslinda de ese entorno comienza a agonizar y eventualmente puede morir, a menos que se transforme y pueda reestablecer sus vínculos.

¿Y qué ha sucedido con la música? Eso precisamente, se ha desvinculado. La música se ha teorizado, encontrando refugio en las instituciones académicas. Ahí salvaguardan heróicamente el cómo hacer música, mas no la música misma.

Pero volviendo a la geografía, recuerdo una ocasión en que pude entender esto más claramente. En un viaje por carretera del centro al norte de México pude percibir el cambio gradual del entorno, el cual pasó de ser complejo y abundante a expansivo y abierto, respectivamente. En el primero, la proximidad entre elementos (árboles retorcidos, hierbas, rocas, montes, etc.) propiciaba el contraste, la saturación. Todo esto, aunado a la niebla suspendida que envuelve todo cerca del amanecer, nos deja una experiencia sensorial saturada y rápidamente cambiante.

Pero el entorno comenzó a abrirse. Conforme avanzaba hacia el norte, el espacio entre elementos crecía, la vegetación se homogeneizaba, el cielo era más claro y libre, y, en general, los cambios se volvieron lentos y sutiles. Esta gran apertura propició una percepción distinta, enfocada en la austeridad del paisaje. Pero esa simplicidad cuantitativa de elementos daba pie a una percepción cualitativa que radica al fondo de las cosas. Una sutil complejidad quedó revelada por el espacio abierto, una complejidad no relacional, sino de propiedades. Las tonalidades ligeramente cambiantes de la vegetación, los relieves del campo, las características constitutivas de los cerros y montañas. Todo esto traduciéndose en momentos paisajísticos de amplia duración y textúricos, adquiriendo una rica plasticidad estética. Éste es el entorno que me es familiar.